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EN EL BORDE [1988]


Para Juan Cristóbal y Marta Lilia


Tropieza el bastón y da de lleno
contra un poste de luz en la vereda.
Estampadas en la vara, emblemáticas figuras
han ganado asperezas con el tiempo;
la máscara del Santo, renegrida de raspones,
sonríe con dos bocas y tres ojos,
el semblante piadoso de la virgen
es apenas una nube percudida
sobre el místico manto que la cubre.
Una mano de piel trémula y marchita
repasa el soporte con esmero,
uñas nacaradas y macizas perseveran
a lo largo del cayado en hendiduras.
El cuerpo del ciego es un bulto fastidiado
por dobleces de huesos y desdichas,
el rostro es una cáscara sedienta y en los ojos
—tierra yerma en simulacro de mirada—
un mástil de mercurio por pupila,
y toda la dureza del cobalto en la membrana.
Del poste a la tienda hay un abismo;
puertas sospechadas que se abren o se cierran
al compás de pisadas presurosas
son para el ciego señales de trayecto
(o un fantasma del paisaje presentido),
también el aroma de las flores en el atrio,
el hábito de un aire denso y frío,
crepitar de fritangas en comales y el bordillo
poblado de vendimias ambulantes.


Voces de la gente en la banqueta, los zapatos,
siempre más suela en ajetreo que presencias,
delatan los humores de las almas que los llevan.
El bastón autoriza un nuevo paso,
avanza sin premura hacia una esquina,
la esquina siempre idéntica, la esquina
que dobla y nunca trae un nuevo día.
Los ojos examinan el azogue de la tarde,
escuchan el ladrido de los perros,
ven la risa vocinglera de los niños y el espacio
donde el ciego busca asirse con las manos.
La ciudad son cuatro aceras y una cuadra,
calles invisibles que resuenan y un murmullo

que parece no cesar a la distancia.

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