Por Cosme Álvarez
A
Leonel Rodríguez, poeta
[después
de que yo escribiera «Machíria»]
Ya
casi no sé, ni me importa, hablar del escritor de libros, de su vida o de las
circunstancias «biográficas» que tal vez lo llevaron a escribir una determinada
obra, y tampoco me atrae la idea de referirme a los títulos que ha publicado.
Prefiero pensar en su rarísima actividad, y también en aquello que lo empuja a
escribir; explorar con humildad subjetiva los atributos del espíritu que la
gente llama talento, inspiración, impulso creador, sin omitir ese otro aspecto
de la actividad que se centra en la existencia misma del artista, y en la vida
que el escritor pretende mostrar.
El
acierto de una novela, un cuento, un guión de cine, e incluso de un poema,
depende en gran medida del punto de vista con el que el autor ofrece al lector
razonamientos y comprensiones tal vez incompletos del hombre y del mundo. ¿Cómo
dar con el punto de vista correcto, no viciado, cierto para la idea o la
historia que se quiere comunicar una vez entendido lo que va a decirse?
Suponemos que en este paraje brumoso del quehacer artístico intervienen los
fenómenos que llamamos inspiración y talento. Pero habrá que irnos con calma.
Posiblemente los malos momentos del arte se encuentren siempre en la debilidad
del artista que antepuso a la obra su propia opinión. En otra parte ya he dicho
que el arte no opina, muestra.
Fiodor Dostoyevski |
El
escritor plantea un laberinto o un misterio en su libro. No se trata de una
técnica innovadora, no es la esmerada construcción de una trama sobre la que se
mueven los personajes, ni la habilidad con la que trabaja en su oficio. El
misterio de la vida —que el artista desentraña y muestra con cierto orden— se
halla implicado y habita en lo que de central tienen las numerosas cuartillas
que el autor entrega a la imprenta. ¿Qué dicen esas páginas? No es que el
lector carezca del entendimiento sutil y penetrante que el tema del libro
reclama, quizá sea la falta de atención, o mejor, la falta de interés en el
misterio que inesperadamente se le presenta a través de un lenguaje de
percepciones y símbolos, eso que el poema consigue siendo la voz de la mirada,
y cuyo probable centro de gravitación se sitúa en la zona inexplorada de una
posibilidad de existencia, algo así como un volcán latente, que el lector lo
mismo que el escritor a veces presienten como parte de su ser.
Al
final de cuentas, cada ser humano es un expedicionista en los senderos sin mapa
de la vida. Cada cual sigue la huella de lava, desde su gestación impremeditada
hasta el instante en que los ríos de roca fundida anegan el caserío del
espíritu. En esta geografía no hay verdades a buscar, el territorio que se
explora es el hombre mismo, y la creíble verdad que expresa el libro es la
presencia del ser y del espíritu humano en la tierra, en sus actos. Para los
árboles no hay bosque. Buscar el bosque es salir del bosque —y eso aplica a la
verdad (esta incómoda palabra). Al arte no le importa la agudeza de los ojos
sino el acto de mirar.
Conforme
el hombre crece, los ojos se contaminan de experiencia y al final sólo ven fantasmas;
eso incluye al artista promedio, de manera que no sirve de nada al arte que el impulso
creador, cuando está ausente, analice o dé opiniones. El escritor —en realidad
sólo cierta clase de escritor en resposo— se atiene a observar la actividad de
la mente que escribe, y, si tiene suerte de no perturbar el silencio, comprende
las razones que lo llevan como escritor a hacer lo que hace.
El
talento tiene relación con un orden (o con un desorden) implícito en el ser del
artista, del que probablemente ni él mismo es consciente. En la existencia de
ese orden está la base del talento —también la base de la ausencia de talento—.
Es por ese orden que parece cuestionable la inspiración artística, al menos no
como algo que le llegue al artista desde
afuera. El talento y la inspiración surgen a la existencia por obra de una armonía
no buscada conscientemente (buscar el bosque es salir del bosque); es ese mismo
orden el que se halla contenido en la palabra arte (ars), y señala que, tras haber estado presente, cada cosa ha sido
puesta en su lugar. De ahí que generalmente el lector advierta en lo leído una
coherencia que muy rara vez encuentra en la realidad. Y no es exagerado decir
que el escritor tampoco sabe qué ha ocurrido. Lo único que tiene claro, si
piensa en ello, es que se atuvo a ir tras la huella, y entregó toda su energía
a mostrar lo que estuvo ahí, quizá sólo para él.
La
palabra arte surgió a la existencia para nombrar la posibilidad de mirar
coherentemente al hombre y al mundo, para revelar lo que está ahí por sí mismo,
sin alguien o algo externo que lo sitúe. El orden contenido en el vocablo ars alude a mirar la cosa como es (res: cosa, realidad), no a la voluntad
de imponer una opinión, una idea, o cualquier disonancia llegada desde afuera.
El talento, así, es la capacidad de mantenerse alerta a lo que ya está en armonía,
y la inspiración es el discernimiento no dirigido de ese hallazgo.
¿Existe
algo como la creación artística? El artista es un expedicionista, su virtud no
es buscar, pues el hecho de buscar implica tener noción de lo buscado; lo que
hace es proveer al mundo las pinceladas de sus hallazgos durante el trayecto.
Por alguna razón la palabra poesía se inventó para nombrar a la sensación del
impulso creador que algunas cuantas personas presienten como parte de su ser. Poe significa acción creadora, y la
palabra poesía alude al acto creador en sí mismo. De manera que el término
poeta es equívoco, pues ¿cómo podría conocer lo increado la conciencia del
poeta? Desde luego que el impulso, la tentación hacia lo nuevo y no conocido
puede ser real, pero, visto con claridad desde cualquier ángulo, ese impulso
queda estacionado en los límites de la tentación. Posiblemente el concepto
«creación artística» sólo sea una idea —en el mismo sentido en que los hombres
llaman amor, o dios, a la pura idea que se han formado de ello a partir de
sensaciones.
El
impulso creador del artista es real, sincero, cierto, pero ¿cómo podría ser un
acto de voluntad en tanto que la creación es lo nuevo, el aroma desconocido? La
voluntad sólo puede ir en dirección a lo que ya conoce; busca a dios, al amor,
a la verdad, pero ¿cómo podría dar con ello, si al desconocerlo no sabe cómo es
ni qué es? Entonces se inventa una idea acerca de dios, el amor, la verdad, el
arte, la poesía, y a partir de ahí, artista o no, el hombre persigue una sombra
que sólo es la imagen de sí mismo. En esa acción no hay orden (ars), ni posibilidad para la creación (poe).
El
impulso mueve al artista a ir más allá de la idea, pero de ahí a que esa
persona sea por sí misma creadora hay una distancia y una medida —aun cuando se
trate del poeta más sublime—; la idea punza al escritor, pero lo real apenas alcanza
a rozar las palabras, imágenes y símbolos del arte que el autor trasmite. Habrá
que agregar a esto que el artista por sí mismo sólo es capaz de «crear» a
partir de las limitadas cosas que conoce: temores, frustraciones, alegrías,
anhelos, percepciones, experiencias, vida llana o exaltada, y todas las otras
sensaciones que comparte con el resto de los hombres, que no son suyas
propiamente, pero que ha aprendido a expresar de un modo que los demás no han
aprendido, o sencillamente no pueden hacerlo. Si el artista, para «crear»,
parte casi siempre de la sombra, de la idea, de la imagen previa, ¿cómo podría
surgir así el aroma nuevo de la flor vieja?
Hemos
supuesto que el impulso que mueve al artista es real; eso no significa que el
salto lo lleve a alguna parte. Si tiene suerte no llegará a ninguna parte, y si
de verdad es un artista, quedará en medio de lo desconocido. Por su
significado, el artista no surge de la flor vieja, no es alguien que sale en busca del arte, del bosque, del orden, sino que
lo percibe sin un solo movimiento de la voluntad. La poesía es un estado del
ser.
Café Moheli, Coyoacán
Invierno de 2014