Por Cosme
Álvarez
y la vida se deja engañar por el tiempo,
y el tiempo, que cuida del mundo todo,
debe detenerse.
Enrique iv
(Acto 5, Escena 4), Shakespeare
Amor es otra
palabra inventada por el hombre, pero prácticamente la ha desechado de su
vocabulario, aun cuando siga en uso, por no hallarle utilidad ni considerarla
significativa para sus fines, también debido a los innumerables absurdos con
que la asocia, al grado de que ahora el vocablo expresa algo distinto para cada
sociedad y para cada persona, lo que tal vez equivale a decir que ya no expresa
nada viviente fuera de sus interpretaciones simbólicas. El tiempo, del modo en
que estamos abordándolo, mantiene al margen este hecho llamado amor, esta
realidad que al ser nombrada pierde toda hondura y que, como la palabra hueca
que es, genera incluso desconfianza. Cada cual tiene ideas, teorías,
experiencias, dogmas, creencias y conocimientos asociados con ella. Pero
consideremos por un momento la posibilidad de que el amor no es una
experiencia, ni una teoría, ni un ideal, y que su significado quizá no se
reduce exclusivamente a la relación de pareja.
No hay manera de
saberlo, ni de comunicarlo. El agua del río moja cuando entramos en la
corriente, y ninguna teoría sobre mojarse tiene validez ni sentido cuando se
hace desde la tierra. O nos mojamos o no nos mojamos. No puede ser más simple.
Un mojarse, por cierto, que no puede ser enseñado, para el que no existen
métodos, ni procesos, ni prácticas diarias en la ribera. Describir la
corriente, pintarla en un cuadro, decirla en hermosas metáforas no nos moja. El
especialista en semántica, Alfred Korzybski, lo dijo a su manera: «El mapa no
es el territorio».
Quizá las
palabras tiempo, dolor, muerte, no respondan a un fenómeno separado. Cada una
tiene, claro, un significado propio, y al ser pronunciadas crean una sensación
similar, como palabras aisladas, en cada persona. De esa manera es imposible
entender la relación y la posible unidad de lo que están significando.
Abstraemos el
tiempo como duración, como continuidad de la existencia, y la muerte es el
final de esa continuidad. Hicimos comprensible el tiempo segmentándolo en
minutos, horas, días que extendemos en siglos y en millones de años. Pero todo
eso ocurre en nuestras cabezas. El tiempo que llamamos cronológico nombra la
sensación de continuidad, y es el mismo con el que funcionan el cerebro y la
mente.
El cerebro y la
consciencia asumen la idea de que algo en nosotros tiene duración, y que ello
continúa durante el breve lapso de nuestras vidas. A la sensación de
continuidad y fragmentación psicológica la hemos nombrado de distintas maneras:
ego, yo, tú, ellos, nosotros, tribu, grupo, país, familia, los míos, los otros.
En fin, al asumir la sensación psicológica de la fragmentación, el cerebro
actúa en la realidad desde la división. Conocemos esas acciones como
nacionalismo, guerra, racismo, homofobia, y conocemos también sus
consecuencias. La fragmentación que hicimos del tiempo biológico (día-noche,
otoño-primavera) es en esencia la misma en lo psicológico, aunque la primera es
real y forma parte de la unidad del mundo natural, y la segunda es una imagen,
una invención, una idea, la celda autoimpuesta dentro de la cual nos sentimos a
salvo.
La civilización
en la que vivimos actúa dentro de sus invenciones y creencias, mismas que han
terminado por fijar los movimientos del espíritu y la mente en simples
reacciones, en causas-efectos predecibles, justo como sucede con una
computadora. Esto nos ha distraído de la vida desde hace cientos de años.
Las sensaciones
de duración y fragmentación están contenidas en la consciencia y provienen de
la misma fuente; aún más, ambas constituyen una sola sensación, que nosotros
desvinculamos dándole distintos nombres: tiempo, dolor, muerte, y que a su vez está
ligada a lo que llamamos ego, yo, mío. No es casual que algunos filósofos y
poetas hayan escrito «somos tiempo» ¿Somos tiempo? El cuerpo nace y muere,
¿pero eso es tiempo? Sólo psicológicamente somos tiempo.
Nombramos la
sensación psicológica de duración con la palabra «tiempo». ¿Qué tan real es esa
sensación fuera de nuestras cabezas? Después de todo, las palabras horas,
días, años las inventó el pensamiento sólo a partir de una
sensacion psicológica. La ciencia, por ejemplo, ha mostrado que el contacto
físico es una ilusión sensorial, porque en realidad los átomos de dos cuerpos
nunca se tocan, ni siquiera en un beso o en un abrazo —y ya sabemos lo que
ocurre cuando dos átomos se fusionan—. El tiempo, el yo, el dolor y la muerte,
como sensaciones nombradas, implican la imagen psicológica de que cada cual es
un ente separado del resto, que dura y continúa individualmente en un segmento
al que llamamos existencia, donde vivir y morir es de hecho un proceso único e
indivisible de lo existente y del mundo natural.
El tiempo a
discutir es aquel que prevalece en la consciencia como duración, el que, por
medio del pensamiento, introdujo en la mente un medio para realizarse, el
tiempo que usa el hombre como justificación para permanecer en la celda, para
progresar, para lograr un objetivo, para obtener algo que desea sin importar
las consecuencias, para llegar a ser alguien, el tiempo que usa como una clase
de instrumento para perfeccionar la imagen que se ha creado de sí mismo, un escalón
«para alcanzar algo más grande», no sólo pintar un cuadro o escribir un poema,
también para desarrollarse internamente, «espiritualmente». Me refiero a la
noción de tiempo con la que el pensamiento busca producir y repetir cierto
resultado psicológico que lo mantenga a salvo, y con el que la vida humana se ha
reducido a ser un periodo de duración entre este momento y algún momento en el
futuro.
El hombre actúa
conforme a la sensación psicológica de ser alguien, un yo que siempre puede ser
otro mejor, separado de los demás y también del dolor que siente, de la
muerte e incluso de la vida. Por obra de esa sensación y de la noción de tiempo
cree, sin cuestionarlo en ningún momento, que a través de la práctica diaria, el
mes que entra, o cuando reúna el conocimiento necesario, le será posible mejorar,
modificarse, cambiar un comportamiento, librarse de un hábito, fortalecer un
punto de vista, cualquier cosa que le haga sentir que es mejor que los otros y
que es suya, como si el yo fuera un músculo que puede ser desarrollado.
Y entre estas fantasías inventó una más: el mundo interno y el mundo externo.
No existe algo
como la vida interna del hombre y de las cosas. Existimos. Significa que todo
lo que está ahí, a la vista o invisible, es siempre externo. La semilla de la uva
es algo externo, aunque por la cáscara que la cubre creamos que está dentro del
fruto (cáscara, fruto y semilla son una sola cosa, externa). Es así con la vida
y con la muerte. Es lo externo lo que vive y lo que muere, y en el hombre, en la
uva y en el hueso, lo mismo que en todo el universo, no hay nada interno, ni
vida interna. La palabra «existir» significa emerger, aparecer;
se compone del prefijo «ex-» (hacia fuera) y el verbo «sistere» (estar
fijo, tomar posición). De manera que la vida y la muerte están ahí,
en las distintas formas que vemos, y también en las cosas que no vemos. Todo
existe, y lo existente toma posición hacia afuera. Al menos tenemos la opción
de cuestionar si eso que llamamos interioridad o vida interna existe realmente
fuera de nuestras cabezas. Somos lo circunvalante, donde, como en el universo,
no hay centro ni vida interna, aun cuando existan otros cientos o miles de
universos detrás o adentro de los hoyos negros.
Vivimos
convencidos de que el tiempo es indispensable para hacer o comprender algo.
Esto dificulta la posibilidad de resolver nuestros problemas. La noción psicológica
del tiempo es una carga, un muro que demora el entendimiento vivo e inmediato del
mundo y de nosotros mismos. El tiempo como logro, duración y proyección hacia
el futuro impide percibir inmediatamente un hecho y la verdad de ese hecho;
creemos que la solución a un problema vendrá mañana, en la práctica diaria, en
el análisis, en la acumulación de datos y conocimientos, y entretanto dejamos
atrás el momento real para entenderlo y enfrentarlo.
Cualquier problema
tiene solución completa en el instante en que se presenta. La sensación
conocida como miedo, por ejemplo, pierde sentido cuando se aborda en el momento
de percibirla. Pero cedemos nuestra vida a los expertos, a los libros, al
tiempo, y con ello cerramos el paso a la comprensión y nos volvemos perezosos.
Sumergirse en el
dolor o huir de él: éste es el hábito que cualquier persona reconoce. Muy pocos
se detienen a observar la sensación mientras se muestra, pues la programación
es más fuerte que la claridad, y hace creer que el tiempo es indispensable para
abrirse paso por la celda donde el hombre se siente extrañamente a salvo. El
hecho es que vivimos y pensamos en términos de tiempo. Shakespeare escribió: «El
tiempo debe deneterse». ¿El tiempo, en lo psicológico, puede detenerse?